El glaciar Spalte, en Groenlandia, ya no es un glaciar. Sigue formado de hielo, pero ahora se parece más a un grupo de icebergs que a una lengua helada.
Durante el pasado verano, uno más con temperaturas récord en el Ártico, el satélite Sentinel-2 (del sistema Copernicus) captó cómo el Spalte se desintegraba en un montón de icebergs, algunos de gran tamaño, y el agua líquida ocupaba buena parte del espacio del glaciar. La noticia, según la Agencia Espacial Europea (ESA), no pilló a la comunidad científica por sorpresa. El Spalte llevaba años derritiéndose. Desde 1990, el río de hielo se había acortado 23 kilómetros.
Los satélites son una de las herramientas más importantes para medir el deshielo en el planeta Tierra, pero no son las únicas. Láseres espaciales, radares, boyas, submarinos y, sobre todo, mucho análisis masivo de datos para poner orden en toda esta información, nos ayudan a saber cómo el cambio climático afecta a las grandes masas de hielo del planeta. Y a predecir cuál va a ser su evolución en el futuro.
Los datos del deshielo
Cada verano, cuando suben las temperaturas, el casquete polar ártico pierde hielo. Se trata de una inmensa masa de hielo que flota sobre el mar, unida a Groenlandia y el norte de Rusia. En septiembre se registra habitualmente el mínimo de su extensión, antes de que todo vuelva a congelarse con el regreso del frío. El problema es que, desde que tenemos datos fiables, el mínimo de septiembre es cada vez más mínimo.
En 1979, según los datos de la NASA, el casquete polar ártico ocupaba a finales de verano algo más de siete millones de kilómetros cuadrados. Este año se quedó en 3,9 millones. Hasta ahora, el récord de deshielo lo ostenta 2012, con 3,57 millones de kilómetros cuadrados. El ascenso de las temperaturas ligado al cambio climático es bastante más acusado en el polo norte que en el resto del globo. En función de cómo combatamos el calentamiento global, el Ártico puede quedarse sin hielo en verano a mediados de siglo.
La misma tendencia se observa en otras grandes masas de hielo. La Antártida pierde 148 gigatoneladas de hielo al año. Y la pérdida anual en Groenlandia es de casi el doble. Por ahora, el deshielo observado está en línea con los peores escenarios que predicen los modelos del cambio climático, recogidos en el quinto informe del IPCC en 2014.
El derretimiento de las grandes masas de hielo del planeta tiene una consecuencia directa: el ascenso del nivel del mar. Según los datos del Goddard Space Flight Center de la NASA, este sube 3,3 milímetros cada año. Desde finales del siglo XIX, ha sumado alrededor de 25 centímetros. Estamos solo al principio. Si la Antártida y Groenlandia se derritiesen por completo, el nivel del mar ascendería 65 metros (aunque las probabilidades de que pase son escasas).
¿Cómo se mide la pérdida de hielo?
Cuando se trata de medir el impacto del cambio climático en el hielo, hay muchos baremos a tener en cuenta. La superficie, el volumen de agua desplazado, la masa, el grosor, la concentración e incluso la cobertura de nieve son factores importantes a la hora de medir con precisión el deshielo. Y se hace, fundamentalmente, gracias a estas tecnologías.
Big data para el punto de partida
Para conocer el alcance del deshielo en la actualidad hay que saber cómo era antes. Para ello, se utilizan fuentes documentales antiguas (existen registros detallados del Ártico desde el siglo XVII) y los datos que guarda el propio hielo. Para los científicos del clima es habitual extraer testigos de hielo que les permiten conocer la historia del hielo acumulado y saber cómo era el clima hace miles de años.
Cada vez más, se usan tecnologías de análisis de datos masivos para poner orden en la inmensa cantidad de datos históricos y combinarlos con la información precisa del presente para obtener respuestas claras sobre la evolución del deshielo. El big data permite tanto avanzar en el estudio del deshielo como mejorar la visualización y la comunicación del problema.
Satélites y láseres espaciales
El Scanning Multichannel Microwave Radiometer, lanzado por la NASA en 1978, fue el primer satélite en medir el deshielo de forma efectiva. Desde entonces tenemos datos fiables sobre la pérdida de hielo; y también desde entonces se han multiplicado los ojos de la ciencia en el espacio.
La agencia espacial de Estados Unidos tiene en estos momentos 28 satélites orbitando la Tierra y dedicados en exclusiva a medir el cambio climático. Su homóloga europea, además del sistema Copernicus del que ya hemos hablado, tiene otras seis misiones en marcha de observación de la Tierra.
Uno de los instrumentos de medición más avanzados en el espacio es el Ice, cloud and land elevation satellite 2 de la NASA, lanzado en 2018. Utilizando un sistema de medición láser, envía 10 000 pulsos de luz al segundo contra la superficie terrestre y ha sido capaz de medir con precisión los cambios en el volumen del hielo y en el nivel del mar.
Radares y sensores flotantes y submarinos
Aunque los satélites son, sin duda, el instrumento más importante de observación de la Tierra, el deshielo también se mide mediante sensores y radares emplazados en la superficie. El centro nacional de hielo y nieve de Estados Unidos cuenta, entre sus observaciones, con datos de la deriva de grandes masas de hielo y su derretimiento recogidos durante décadas por los radares de los submarinos del ejército.
Desde finales de los años setenta del siglo pasado, una red de un centenar de boyas repartida por el Ártico y equipada con sensores mide la evolución de la temperatura del hielo y del agua y verifican muchos de los datos enviados por los satélites. El llamado International Artic Buoy Programme tiene un hermano gemelo en la Antártida desde 1994.
Además de todos estos instrumentos dedicados a medir el deshielo, los científicos climáticos utilizan datos de otras fuentes, incluyendo barcos, aviones, estaciones terrestres o proyectos de investigación sobre el terreno. El objetivo es hacernos la mejor imagen posible de qué está pasando con el hielo de la Tierra y qué riesgos implica para nosotros y el resto de habitantes del planeta.
Por Juan F. Samaniego
Imágenes | NASA Earth Observatory.